martes, 4 de enero de 2011

El último Kazan. "El último magnate", 1976.




Un tipo curioso Kazan. Prestigioso director teatral convertido en realizador cinematográfico desde finales de los años 30, famoso por su buen hacer con los actores (no es casualidad que fuese uno de los nombres principales del venerado Actor's Studio), arropado por papá McCarthy gracias a sus chivatazos. Un canalla con algo más que talento que alcanzó su esplendor creativo tras destinar al ostracismo a algunos de sus amigos, y que durante dos décadas no hizo más que estrenar obras maestras, para mayor amargura de los que le vilipendiaban. Un director que parecía que obra a obra se iba despojando de holgados presupuestos, manierismos o tópicos del cine hollywoodense en el que había hecho sus pinitos. Su penúltimo film, The visitors (1972), una obra de ínfimo presupuesto rodada en 16 mm, muy cerca de los parámetros de cineastas como John Cassavetes, así lo atestiguaba.

Sin embargo, cuatro años después de esta pequeña película, Kazan volvía a la industria por todo lo alto.
El último magnate parece una de esas películas que basan su atractivo en la caterva de nombres que aparecen impresos en los títulos de crédito. Y, la verdad, echar un vistazo al personal currante del film es como para caerse de espaldas. Comprobémoslo. A la dirección, por supuesto, Kazan. Vale. En la producción, el legendario
Sam Spiegel. Bueno. Dando la cara frente a la cámara: Robert De Niro, Robert Mitchum, Ray Milland, Dana Andrews, Tony Curtis, Jeanne Moreau, John Carradine, Jack Nicholson, Donald Pleasance, Anjelica Huston... Esto no es todo: el guión lo firma el gran dramaturgo Harold Pinter, adaptando la novela de Francis Scott Fitzgerald. Como colofón, a las partituras está Maurice Jarre.

El último magnate se perfilaba como una de las arquetípicas producciones de los grandes estudios, en la línea de aquellas ostentosas adaptaciones de novelas de Agatha Christie, y que aspiraba a arrastrar a los espectadores a las salas con una fórmula que la gran competidora caja tonta (aún) no era capaz de conseguir ¿Ingredientes? Años 20-30, ambiente lujoso-decadente, reparto fulgurante, director de probada solvencia, presupuesto holgado, obra literaria de éxito/prestigio/ambos como base ¿Qué es lo que hacía un ego como Kazan en una producción en principio tan impersonal como correcta? Y más en un momento en que su carrera derivaba hacia sus obsesiones y vivencias más personales (véanse América, América, El compromiso o la citada Los visitantes).

Tampoco era el mítico y maldito Scott Fitzgerald un autor con muchas concomitancias con el director de origen armenio. Los ambientes urbanos, pomposos y decadentes, los personajes tan poderosos y refinados como hastiados del primero no concordaban con la problemática más obrera o
middle-class de la mayor parte de la filmografía del segundo. Aunque, por supuesto, ambos poseían el rasgo común de la visión crítica del american way of life
(si bien es verdad que desde presupuestos muy distintos), además de tratar con personajes que, más allá de su contexto más o menos pudiente, comparten tormentos, destinos trágicos y cierta grandeza épica. Personajes que tienen su peor enemigo en ellos mismos. Así que, por qué no. Kazan se despediría del cine con una película sobre la Meca del Cine en sus tiempos más gloriosos (pero no más felices). La última película de Kazan sobre la novela póstuma de Scott Fitzgerald. La jugada no podía ser más poética.

¿Y qué tal le salió dicha jugada? Pues magistral, no. A ratos, la película alcanza cotas del mejor Kazan. En otros momentos, la historia languidece y llega a aburrir. Esto no tendría importancia si se tratase de detalles aislados, pero resulta que donde el film hace aguas es en su tramo fundamental: la historia de amor imposible entre el protagonista, el productor cinematográfico Monroe Stahr (perfectamente encarnado por un joven Robert De Niro) y una misteriosa mujer, interpretada por
Ingrid Boulting. La pasión y el desgarro que debían desprenderse de la relación no se transmiten para nada. Queda una sensación de frialdad y desapego más propia de la poética del absurdo practicada por el guionista Harold Pinter en sus piezas teatrales, pero que se revela mucho más efectiva allí que en un film como este. De todos modos, quizás a la que hay que achacar el naufragio de buena parte del metraje es a la sosísima partenaire de De Niro, Ingrid Boulting. Por muy guapa que fuese la chica, lo cierto es que era una mala elección de casting.

A su favor, hay que decir que su ácido retrato del Hollywood esplendoroso de los años 30 es interesantísimo. A diferencia de otras producciones con los rasgos ya señalados, la película de Kazan no se corta un pelo en mostrarnos las miserias de la sociedad que enmarca la acción. La crudeza y crueldad de muchas de las situaciones presentadas dan lo mejor de la película. Pinter y Kazan dibujan a la perfección un mundo amargo, con el capitalismo como dios absoluto cuyos sumos sacerdotes son productores sin escrúpulos. El tono ligero de las películas de los años 30 desaparece. En su lugar, toman cuerpo las corruptas relaciones de poder, la persecución a los comunistas (detalle significativo, viniendo de Elia) las drogas, el alcoholismo, la prostitución y otras perlas. Estamos ante un mundo de productores capullos, sindicalistas trepas, guionistas etílicos, actores y actrices en decadencia, entre los que asoman personas –más bien bichos raros– que intentan algo tan poco rentable como es vivir con bondad y dignidad. Pasados traumáticos, relaciones que ahogan, arribismo, fatalidad y autodestrucción: este es el pasado revisitado por Kazan. Lo hace ayudado por figuras que alguna vez disfrutaron de las mieles y el esplendor, pero que aquí desmontan su leyenda. Ray Milland está calvo, Robert Mitchum es viejo, gordo y ya no liga (aunque sigue fumando mejor que nadie), Jeanne Moreau sólo encandila cuando está delante de una cámara, Tony Curtis interpreta a un galán impotente... Los recuerdos ya no son lo que eran. Asistimos a la muerte de un modo de vida, de una estirpe de todopoderosos que serán derrotados por su propia megalomanía, dando paso a un Hollywood de inversores y banqueros más que de creadores. Finalmente, Monroe Stahr, pálida invocación de la figura del omnipotente Irving Thalberg, reconocerá su derrota mientras deambula por platós vacíos y fantasmales, susurrando "No quiero perderte", internándose poco a poco en la oscuridad, acompañado por la melodía de Jarre, interpretada con el sonido triste y quejumbroso del saxofón. Queda la nostalgia, parece querer decirnos Kazan.

La austeridad y clasicismo del filme, extraños en una época de rupturas y manierismos propulsada por genios como Coppola o Scorsese; su extraño simbolismo; secuencias como la que muestra a Monroe Stahr explicando a un novelista metido en tareas de guionización
cómo "hacer cine", o aquella en la que el joven productor mantiene un duelo dialéctico y físico con el personaje de Jack Nicholson, son otras razones de peso para reivindicar este filme. Sin duda, muy alejado de la obra maestra, pero la mejor adaptación que yo haya visto de una historia de Scott Fitzgerald. Y una estupenda despedida del cine de ese tipo tan curioso, Elia Kazan.

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