martes, 25 de enero de 2011

A propósito de "También la lluvia", de Icíar Bollaín.


Como viene siendo costumbre, con visos de volverse sempiterna, de nuevo la elección de la candidata a llevar el estandarte patrio a la justa cinematográfica por excelencia, los Oscar, se ha visto sembrada de polémica. Esta vez la misión de traer a casa ese prestigioso y codiciado Toisón que es el Premio a la Mejor Película de Habla no Inglesa recae en También la lluvia, de la madrileña Icíar Bollaín. La película se impuso a la celebradísima Celda 211 (2009, Daniel Monzón) y a Lope (Andrucha Waddington, 2010), exitazo de crítica la primera y superproducción con pretensiones la segunda.

Las pataletas al conocer el fallo de la
Academia del Cine tienen su origen en la, al parecer, contrastada calidad entre la nueva película de Bollaín y la teórica favorita, Celda 211 (por supuesto, a favor de esta última, que, por cierto, no he tenido el placer de ver), así como en la temática y el enfoque ideológico adoptados por la directora y su guionista Paul Laverty, que se encuadran sin ningún género de dudas en el llamado cine de compromiso (o social, o de denuncia), generador de resquemores en parte de la audiencia y la crítica. Tras la decisión académica y el estreno de la película, ha venido la consiguiente campaña de publicidad (oportuno reportaje en Informe Semanal incluido) para intentar convencer al respetable de que la candidata se merece ganar la estatuilla. Si prescindimos, no obstante, del ruido de fondo, ¿qué tal está, en puridad, la apuesta de Bollaín?

Pero antes, una breve introducción. También la lluvia relata las andanzas de un equipo de rodaje que filma en la región de Cochabamba (Bolivia) una película sobre el descubrimiento de América en clave "revisionista". Es decir, haciendo hincapié en los desmanes que los conquistadores infligieron a la población indígena. Los inmaculados propósitos de los artistas se ven puestos en entredicho al estallar la "Guerra del Agua", cruento episodio del devenir de Bolivia ocurrido en el año 2000, y durante el cual la población de Cochabamba se rebeló contra el gobierno boliviano debido al acuerdo que éste había firmado con una multinacional para privatizar el suministro de aguas.

Las metas que se proponen Laverty y Bollaín no pueden ser más ambiciosas: conjunción de realidad y ficción, de pasado y presente, de la concepción de un mundo en permanente desarrollo frente a la desoladora certeza de que la historia se repite (la represión de los colonizadores españoles en el siglo XVI frente a los abusos de las multinacionales en la actualidad), y de que los damnificados siguen siendo los mismos hoy y hace cinco siglos... A todo esto hay que añadir la que, para mí, supone el punto fuerte y de mayor originalidad de la película, que es la reflexión sobre el propio cine de denuncia y los que lo hacen posible.

El hecho de incluir un rodaje ficticio en el contexto de un suceso real, y observar cómo este suceso (el conflicto por el agua) va salpicando de una u otra manera a los miembros del equipo cinematográfico es una idea, como poco, novedosa. Y más si tenemos en cuenta el juego de espejos que se establece entre lo filmado (la película sobre el descubrimiento) y lo real (las protestas ciudadanas), aunque este "real" sea a su vez una recreación. Es perfecta en este sentido la escena donde presenciamos el rodaje del ajusticiamiento de un grupo de indígenas rebeldes a la autoridad española, al cabo del cual aparecen fuerzas militares con la orden de detener a algunos actores envueltos en las protestas contra la subida de la tasa del agua, siendo estos actores los encargados de interpretar el rol de ajusticiados.

Este ingenioso manejo de los distintos niveles temporales y ficcionales en la película no queda en simple malabarismo: siempre permanece al servicio de la narración y de su mensaje. La puesta en escena de Bollaín ayuda en enorme medida a que el espectador no se sienta abrumado ni perdido por el juego conceptual desplegado, sino que asista con creciente interés, e incluso emoción, a las andanzas de los personajes. Unos personajes, por otra parte, con suficiente enjundia y complejidad como para no desvirtuar la calidad de la película. Lejos de manipulaciones, cada uno revela sus aristas y sus motivaciones. Los indígenas no son ni mucho menos angelitos, ni son precisamente personas de las que te puedas fiar (aunque no les falta razón en sus reivindicaciones).

Los responsables de la comprometida película no son ni mucho menos tan comprometidos como ellos quieren plasmarse en la pantalla (con matices en cada caso, por supuesto). También hay que atribuir cierto mérito al reparto, que cumple bastante bien. Decir que Luis Tosar lo borda ya se perfila como perogrullada, así que destaco a Karra Elejalde en su doble papel de Colón/Actor alcoholizado, una auténtica sorpresa dentro de la buena tónica general.
Bollaín expone con sencillez, que no simpleza, los puntos de vista de todos los implicados en la trama, sortea con habilidad piruetas formales, innecesarias por otra parte, y traza una película directa, asequible a cualquier espectador y que no esconde sus intenciones.

Podríamos decir que la directora practica una "puesta en escena" invisible: tiene la facultad de hacer coherentes, aprehensibles y transparentes unos materiales complejos y difíciles de casar, y que en otras manos más inexpertas (o más pretenciosas), habrían resultado un completo batiburrillo indigerible. La naturalidad del conjunto es asombrosa si atendemos a todos los ingredientes antes mencionados (en un primer momento se puede pensar en un cóctel explosivo de
La noche americana, Queimada y El año que vivimos peligrosamente) y a su interesantísimo juego (meta)ficcional, elemento en el que ninguna crítica, por lo menos de las que he leído, se ha fijado en exceso, para mi sorpresa.
De todos modos, tampoco debe extrañarnos la estrategia de Bollaín. Sin excesivo bombo, ha ido construyendo durante los últimos veinte años como directora una carrera solidísima y profundamente coherente, con una serie de temas bien definidos y un estilo propio. Una autora de los pies a la cabeza, que diría Cahiers. Sólo que, a diferencia de otros directores más reconocidos del panorama nacional, como Almodóvar o Amenábar, su trayectoria nunca ha transitado el estilo rupturista, el impacto estético o las temáticas o presupuestos hinchados. Incluso en esta película, una superproducción en toda regla, no cae en la tentación de impresionar al espectador con espectacularidades de ningún tipo, de manera que el interés siempre recae en la narración y no en imágenes aisladas.

Icíar Bollaín recoge algunas de las mejores características de los cineastas clásicos y las mezcla, con sabiduría, con gotas del cine de preocupación social. Desde su debut lleno de desparpajo con
Hola, ¿estás sola?(1995), pasando por las desgarradoras Flores de otro mundo (1999) y Te doy mis ojos (2003), y finalizando por la muy estimable Mataharis (2007), Bollaín ha demostrado una enorme pericia en el manejo de situaciones y personajes, enarbolando siempre mensajes sinceros y comprometidos con nuestra actualidad. Por sorprendente que les parezca a algunos, creo que está entre los mejores realizadores de este país. Otra cosa es que sus películas estén enfocadas a una temática de denuncia, con visible compromiso de izquierdas, lo que creo que redunda en aceptaciones tibias o directamente en el rechazo de la crítica y el público.

Lo cierto es que este tipo de cine no goza del predicamento de unas décadas atrás. Cada vez más a menudo se tacha a una película de maniquea, falsa, utópica, lavado de conciencia burguesa y otros epítetos, simplemente por explorar temas de plena actualidad con mirada crítica. Parece como si el descreimiento hiciese presa en el público y todo intento por hacer un cine "útil", o con vistas a remover al espectador, fuese algo
demodé. El cine reivindicativo, excepto el de dos o tres figuras intocables, se rechaza de pleno, centrando esa aversión en el mensaje y no en la calidad del producto. Esta ceguera hace mella en la recepción de un modelo de narrativa de calidad como es el cine de Icíar Bollaín.

Seguramente, estos sean algunos motivos de la polémica al principio aludida, ahora algo apagada después de que la película pasase la primera criba de selección. (No estoy muy seguro de que vaya a ganar el Oscar, -ojalá- vista su abierta crítica a una multinacional estadounidense).
Por mi parte, me declaro seguidor de Bollaín, tanto en su cine como en sus intenciones. Considero que sus películas, además de buenas (muy buenas) son necesarias. Los posmodernos podrán enarcar una ceja y denigrar a este cine supuestamente hecho para llenar plateas a base buenas intenciones y corrección política. No digo que bajo esta etiqueta no salgan auténticas estupideces. Pero cuando uno se topa con filmes como También la lluvia, no puede menos que reivindicarlo. Cabe que la película esté destinada a llenar plateas, pero qué diablos, cuanto más público mejor. Nunca está de más que nos recuerden cuatro cositas sobre el mundo en que vivimos. Es posible que, por mucha calidad, También la lluvia sea un artilugio para calmar resquemores de conciencia que nosotros, público acomodado, podamos sufrir de vez en cuando. Bueno. A mí me vale.


El sur también existe - Mario Benedetti, Joan Manuel Serrat

2 comentarios:

  1. Me pareció grandiosa, pero ese oscar va para México me temo, maldito Bardem acaparador...

    Un saludo!

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